Todo el mundo ha oído hablar del caso de Galileo, casi siempre de modo deformado. Pocos saben que Lavoisier, uno de los fundadores de la química, fue guillotinado por la Revolución Francesa. Este sabio italiano murió de muerte natural cuando tenía 78 años. Seguramente, muchos lectores piensan que Galileo fue quemado por la Inquisición.
Su discípulo Viviani, que permaneció continuamente junto a él en los últimos treinta meses, cuenta que su salud estaba muy agotada: tenía una grave artritis desde los 30 años, a la que se unía «una irritación constante y casi insoportable en los párpados» y «otros achaques que trae consigo una edad tan avanzada, sobre todo cuando se ha consumido en el mucho estudio y vigilia». Añade que, a pesar de todo, seguía lleno de proyectos de trabajo, hasta que por fin «le asaltó una fiebre, que le fue consumiendo lentamente, y una fuerte palpitación, con lo que a lo largo de dos meses se fue extenuando cada vez más, y, por fin, un miércoles, que era el 8 de enero de 1642, hacia las cuatro de la madrugada, murió con firmeza filosófica y cristiana, a los setenta y siete años de edad, diez meses y veinte días».
En 1633 tuvo lugar en Roma el famoso proceso contra Galileo. No fue condenado a muerte, ni nadie lo pretendió. Nadie le torturó, ni le pegó, ni le puso un dedo encima; no hubo ninguna clase de malos tratos físicos. Fue condenado a prisión y, teniendo en cuenta sus buenas disposiciones, la pena fue inmediatamente conmutada por arresto domiciliario. Desde el proceso hasta que murió, vivió en su casa. Siguió trabajando con intensidad, y publicó en esa época su obra más importante.
Tres de los diez altos dignatarios del tribunal se negaron a firmar la sentencia. El Papa nada tuvo que ver oficialmente ni con el tribunal ni con la sentencia. Desde luego, el proceso no debió producirse, y me parece lamentable. Pero los trabajos de Galileo siguieron adelante.