13/2/12

Cayo Rodríguez-Ponga, nacido en 1911, en La Felguera, relata sus «Memorias» y los episodios que vivió en la Guerra Civil y en la inmediata posguerra.

Acaba de cumplir los 101 años, edad que permite echar un vistazo a todo el siglo XX español, vivido desde una farmacia de La Felguera (Langreo), que regentó desde el 1 de abril de 1931 hasta 1985. Una botica «que me salvó la vida varias veces, porque el farmacéutico suele estar metido en la rebotica», explica Cayo Rodríguez-Ponga Ajuria, licenciado en Farmacia y en Derecho, y concejal de su villa natal entre 1970 y 1976. Así, durante la revolución asturiana de Octubre de 1934, «metido en la rebotica me leí cinco tomos de historia de España y "El Quijote", hasta que no pude servir un medicamento que se me había acabado y me detuvieron unos milicianos con pistolones».


Rodríguez-Ponga pasó también por la Guerra Civil, en la que no participó, pero terminada la contienda realizó milicias de segunda línea en La Felguera. «Durante una de las vigilancias nocturnas un guardia civil amigo que había estado en la defensa de Oviedo me narró que quien había sacado de sus dudas al coronel Aranda para sublevarse con los nacionales fue un comandante de la Benemérita».


Ya como farmacéutico en ejercicio «me preocupé más de la contaminación atmosférica de La Felguera, del ambiente en que vivíamos, lleno de humo y de polvo de las industrias». Los análisis del aire y de las aguas del concejo, como inspector farmacéutico, fueron parte destacada de su trabajo. En los años sesenta fue directivo del Centro de Iniciativas Socioeconómicas del Valle del Nalón, y como tal se opuso al fuerte desmantelamiento industrial de La Felguera. «Un procurador por Asturias dijo en las Cortes que nuestras industrias estaban obsoletas y ahí comenzó el declive; había 70.000 habitantes en los setenta y ahora son 20.000 menos».


Accedió al Ayuntamiento de La Felguera en una candidatura alternativa a la oficial del régimen. Durante su etapa municipal la Corporación logra el nuevo puente entre La Felguera y Lada, y el Instituto de Enseñanza Media, los polígonos industrial y urbano de Riaño o el nuevo parque de la localidad.




Sus inquietudes religiosas le llevaron a postular diferentes reformas que necesitaba la Iglesia católica antes del Concilio Vaticano II. Este acontecimiento «fue una cosa magna y extraordinaria, pero no le hemos sacado provecho todavía». También lamenta que el Concilio no abordase ciertas cuestiones. «Mi padre tuvo 12 hijos por ser exageradamente fiel a la doctrina católica, que el Concilio no quiso revisar».


Desde la rebotica. «Nací el 23 de enero de 1911, en La Felguera, Langreo. Ya de niño, oía desde la rebotica cómo los clientes que iban a la farmacia de mi padre hablaban con él de lo revueltas que estaban las cosas. "¡Qué mal está la situación, don Gerardo!", decían. Gerardo Rodríguez Ponga era mi padre, natural de Riaño, nacido en 1874 y fallecido en 1925. Lo que España vivía entonces era que a finales del siglo XIX había perdido las últimas colonias ultramarinas, Puerto Rico, Cuba y Filipinas, con nuestras tropas vencidas y la Armada destruida en gran parte por la intervención hostil de EE UU. Después, ya en el siglo XX, durante mi infancia se hablaba de las graves derrotas sufridas por nuestro Ejército a manos de los bereberes insurrectos en el Protectorado de Marruecos. A todo ello había que añadir a nivel mundial la destructiva guerra europea y las revoluciones habidas en Rusia y otros países. Y con ello, la hostilidad nacional entre partidos, entre liberales y conservadores, y la división entre la burguesía, o la violencia de las reivindicaciones obreras, la inseguridad ciudadana y la depresión económica del país, así como la minoración de la moral pública. Sin embargo, todos estos males no fueron obstáculo para que hubiera paréntesis de relativa tranquilidad y bonanza, como entre los años 1923 y 1929 del Gobierno de Primo de Rivera, cuando se logró el fin de la guerra de Marruecos y aumentó la seguridad pública; pero no dura mucho la felicidad en la casa del pobre, como dice el refrán, y volvieron las turbulencias político-sociales en los años 30, junto con las secuelas de una crisis económica mundial».


El asesinato de Dato. «A mi padre le decían los clientes de la farmacia, según escuchaba yo: "No ve usted cómo está esto". "Sí, muy mal, muy mal", decía mi padre, y añadía: "En fin, vamos a ver si salimos de ello, porque ahora parece que el Gobierno de Dato?"; pero ni Dato ni nadie. A Dato lo mataron en 1921. Él había iniciado la Seguridad Social en España y lo mataron los anarquistas yendo en coche a las Cortes. Eduardo Dato, ¡por favor!, un hombre tan ilustre que inició toda la legislación social en España, la limitación de las horas de trabajo, la del trabajo nocturno, que tenía que ser más remunerado, el trabajo de niños y jóvenes? Todo eso reguló entonces, como que los accidentados tuvieran una subvención, que antes quedaban deshechos y los mandaban para casa y la familia no sabía qué hacer con ellos. Y cuando moría el padre, moría todo; a mendigar o a robar. Mi infancia fue en un tiempo en el que se vivía pendiente de las catástrofes mundiales, de las huelgas, de las revueltas, de las revoluciones y los asesinatos, y con motivo de todo ello, la pobreza consiguiente, las huelgas que cerraban industrias, los asaltos a los comercios. De niño presencié conflictos en La Felguera, muchos. Un conflicto cada mes; si no era en Duro Felguera, era en la fábrica de ladrillos refractarios para los altos hornos o, si no, era en la fábrica de productos químicos o, si no, en la trefilería. Rotaban los conflictos y cierres, y las manifestaciones e insultos. Me enteraba de que mataron a fulano porque entró al trabajo siendo día de huelga, y al volver a casa caminado por las vías, detrás de unos vagones le esperaron y le mataron. Era un cliente de la farmacia. Iba con su cazuelina de la comida, porque vivía cerca de Noreña e iba todos los días a trabajar, y tuvo el valor de entrar a la fábrica en día de huelga porque necesitaba el dinero para su familia. Quiero decir que todo eran conflictos y huelgas y situaciones duras e injustas».


Huelgas interminables. Recuerdo que años más tarde, en 1936, cuando yo ya me había hecho cargo de la farmacia de mi padre, cerró 90 días la fábrica de productos químicos de La Felguera, sucursal de Duro Felguera, y el conflicto terminó porque estalló la Guerra Civil. Era una fábrica de amoníaco y de sulfato amónico para los abonos nitrogenados, una factoría moderna, bien hecha, de síntesis química por unión de hidrógeno con el nitrógeno a una presión enorme. Tenía cientos de empleados, entre los que había muchos peritos e ingenieros químicos, y mucho personal de calidad. Muchos de los obreros eran oficiales de primera, que manejaban maquinas; nada de pico y pala. Pues, un día, según se contaba, sale un dirigente sindical que no era asturiano, sino castellano, y provoca una huelga porque el jefe químico del taller en el que estaba le hizo marchar a casa porque estaba fumando. Estaba prohibido fumar en esas instalaciones, por peligro de explosión. Le mando sólo un día para casa, pero como era delegado sale este individuo, que era de buena labia, gritando que marchaba despedido y diciendo que así trataba el capitalismo al trabajador. Los obreros le siguieron y se produjo la huelga. Un día, otro, otro y así tres meses. Hubo gestiones del comité, pero la única condición importante con la que no quiso transigir la empresa fue la de despedir a ese mando, a ese químico que ordenó el castigo de un día por estar fumando en un lugar de peligro de explosión. Noventa días de huelga y la gente perdiendo todos los jornales, y sus familia sin ingresar nada. Alborotos por todo los lados, hasta que vino la guerra. De todo esto se hablaba en la farmacia».


Uniformes llamativos. «También de mi infancia recuerdo la huelga de agosto de 1917. Me acuerdo del miedo que tenían mis padres y de cómo ponían colchones en las ventanas. Vivíamos en una casa de alquiler, con bajo, piso y buhardilla. En el piso donde estaban las habitaciones colocaron y ajustaron los colchones en las ventanas. Yo miraba. Era para librarnos del tiroteo que suponían iba a haber por las calles. Y no recuerdo si fue en esa ocasión o en otra presencié una declaración del estado de guerra. Al cruce de nuestra calle, Melquíades Álvarez, con la carretera de Oviedo a Langreo llegó una sección de soldados y, claro, los guajes estábamos encantados. Los soldados tenían un plumero en el gorro y el uniforme era muy llamativo. Llevaban sus fusiles y el oficial al mando tenía una espada en la mano. Total, una docena de soldados y todos los críos admirados, porque nunca los habíamos visto. Llegaron al cruce, para que se les oyera en todas partes y uno de ellos lee en voz alta: "Su Majestad el Rey don Alfonso XIII, y en su nombre el ministro de la guerra, el excelentísimo señor tal y tal, declara el estado de guerra". No recuerdo si era en toda Asturias o sólo en Langreo. Y el soldado proseguía: "En las condiciones siguientes: no puede haber grupos de más de 20 ciudadanos en las calles; quien tenga armas será detenido y juzgado por el código penal militar; todos quedan sujetos a la justicia militar?". Quedamos todos impresionados, y los obreros, que miraban desde lejos, marchaban murmurando; pero tuvieron miedo. La autoridad pública todavía era respetable, porque, en realidad, la fuerza de los soldados no era nada en comparación con los miles de trabajadores de pelo en pecho, a los que si les daban una escopeta a cada uno la armaban y tenían que salir corriendo por pies los pobres soldados y los oficiales. En la huelga de 1917 hubo Guardia Civil por las calles, a caballo, que estuvo parada en la plaza de la iglesia para protegerla, porque anunciaban que iban a volarla en esa ocasión. La volaron en la Revolución posterior, una iglesia recién construida, magnífica, como una catedral de grande. Mi familia, ya digo, vivía en la calle Melquíades Álvarez, cerca de la carretera que va directamente de La Felguera a Oviedo, y que se cruzaba con la carretera a Gijón. En esa confluencia es donde los militares declararon el estado de guerra».


Notre Dame y primera comunión. «De niño estudié en el Colegio Notre Dame, de monjas, un centro de párvulos que era mixto, para niños y niñas. Eran monjas francesas que habían venido a España después de que en este país se hubieran cerrado tiempo atrás muchos conventos. Las monjas eran muy suaves con nosotros y todavía recuerdo una canción que cantábamos en la capilla al Niño Jesús: "Petite sire Monsieur". Estuve un año en este colegio e hice la primera comunión en él. Recuerdo que tuvimos una chocolatada en el patio, en bancos de madera, y antes había llegado el párroco, que era un acontecimiento. Era un párroco famoso en toda la comarca del Nalón, don Eduardo Merediz, un orador estupendo y un hombre de un carácter enérgico, que era respetado incluso por los llamados rojos. Era inteligente y muy noble, también era tosco, por autoritario. No tengo recuerdos de la ceremonia de primera comunión, sólo de la chocolatada, porque estuvo unida a un episodio desagradable. Terminé disgustado porque al levantarme de un banco me enganché con un clavo y desgarré la banda de seda que llevaba, y que ya la habían llevado mis hermanos mayores, con el Sagrado Corazón bordado. Tuve que ir a casa con la banda rota y mi madre me dio un par bofetadas. Ella, Ana María Ajuria Pelayo, era muy enérgica. Tenía doce hijos y no estaba para bromas, así que llegué diciendo: "Me rompió esto", y ris, ras, para que llores por algo. Mi padre era más reflexivo y tenía más paciencia. Era grande y corpulento, y bonachón».


De La Salle y los Agustinos. Después fui al Colegio de los Hermanos de La Salle, un colegio que creó Duro Felguera. La Salle también era una congregación francesa, fundada por San Juan Bautista de La Salle. Los religiosos de La Salle imponían respeto y, sin embargo, fueron asesinados varios de ellos en Turón, durante la Revolución del 34. Eran chicos jóvenes que llevaban un mes en Turón; sólo el director era un poco mayor, y con ellos mataron a un padre pasionista que estaba allí para decirles la misa, porque ellos no eran sacerdotes. Su fundador no quiso que se hicieran sacerdotes, para que fuesen más humildes, y que no estudiasen teología, sino las ciencias ordinarias y las lenguas modernas. Tenían una cultura muy grande y gran seriedad, y ya digo que imponían. Más tarde mis padres me enviaron a León a empezar el Bachillerato, a mis diez años. Me pregunto por qué me enviaron a León, detrás de las montañas cantábricas, a pasar un frío tremendo. Fui al colegio de los Agustinos. Las pase canutas, porque yo era el más pequeño en edad. En todas partes fui el más joven, por haber nacido en enero y porque querían que adelantase un año. Y adelanté un año en el Bachillerato, que lo hice en cinco años, y esa precipitación y de examinarme en junio y en septiembre no me permitió disfrutar de los veranos. Así que en León hice tres cursos en dos años, y los otros cursos ya los hice en Asturias».


Lágrimas en el Bachillerato. «Cuando murió mi padre, en 1925, quedé estudiando en la rebotica yo solo y con un maestro que él me había recomendado, el director de las escuelas nacionales. Yo recibía de él clases de álgebra y trigonometría. Era muy buen maestro, pero de matemáticas sabía tanto como yo. Me examinaba por libre en Gijón, en el Instituto Jovellanos, en junio. Se portó muy bien conmigo un catedrático, el de Química, en el examen de sexto curso. Yo tenía 14 años, en vez de 16 que correspondían por el curso. Era un rapacín de pantalón corto y los demás ya usaban bombachos. Hice el examen y vacilé en unas formulaciones de química orgánica. No lo hice bien; me di cuenta y bajé del estrado llorando. El catedrático lo notó. Yo no estaba acostumbrado a esos fracasos y estaba sentado, esperando a que terminasen los demás para luego recoger la papeleta de las notas. El catedrático detuvo al que se estaba examinado y me dijo que me acercara. "No llores, muchacho, que estás aprobado". Yo me atreví a decir, un poco soberbio: "Eso ya lo sé, pero yo esperaba más, yo esperaba más". Que mal lo pasé; yo me sentía solo porque había perdido a mi padre. En Gijón vivía un tío mío, Antonio Rodríguez-Ponga, que era catedrático en la Escuela de Comercio».


Sexto hermano para la farmacia. «Que después yo estudiara Farmacia fue algo más bien tácito. Mis hermanos mayores ya habían estudiado otras cosas y algunos ya se habían colocado en Duro Felguera. Eran jefes de taller y cobraban sus sueldos, con lo que en casa podían aportar algo y después ya se independizaron. Yo era el sexto hermano y todavía necesitaba del dinero de la familia. Mis tres hermanos mayores habían estudiado en Gijón, el primero, Pedro, hizo Profesor Mercantil e inmediatamente ganó unas oposiciones en el Banco de España. Fue de cajero a Huelva y terminó como jefe del Servicio de Moneda Extranjera, en Madrid. Mis hermanos Enrique y Amós estudiaron juntos porque se llevaban poca diferencia de edad. No sé de dónde sacó mi padre el nombre de Amós, como el profeta, porque no tiene ningún antecedente en la familia. Como tampoco sé de dónde sacó para mí el nombre de Cayo. Pintó asina, como decimos los asturianos. Enrique y Amós estudian Perito Industria y se colocaron en Duro Felguera. Dos hermanas mías mayores, Dolores y Ángeles, no estudiaron. Dolores nació un poco delicada de salud y murió joven, a los 19 o 20 años. Ángeles tampoco estudió carrera, pero era muy inteligente. Se casó con un Felgueroso que tenía un taller derivado de la siderurgia. Luego se fueron a vivir a Gijón».


La ofensiva sobre Oviedo. Mi hermano Enrique estuvo en la defensa de Oviedo, durante la Guerra Civil, después de huir de La Felguera, y más tarde se hizo ingeniero militar. Le oí contar un episodio de la guerra muy curioso, cuando llega un momento en el que los llamados rojos dieron el último empujón y realizaron la última gran ofensiva sobre Oviedo, que querían que fuese la definitiva; pero la ciudad se libró de aquello y no se sabe por qué. El me contó la situación de la llamada ofensiva de febrero de 1937. Contaba que llegó un momento en que ellos estaban en una casa medio en ruinas, por la dinamita que lanzaban los milicianos. En su compañía no quedaba oficial ninguno, salvo él. Habían muerto el capitán, el teniente, y él era entonces brigada. Eran una docena de soldados, nada más. Se luchaba cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada y a dinamita en la mano, puerta tras puerta, en las casas que había encima del Campo San Francisco, en Llamaquique. Llega una noche y se produce un silencio sepulcral. La ofensiva se había esfumado, y eso que estaban los milicianos a un paso de la calle Uría y del centro de Oviedo».


Preparando la República. «Tras la muerte de mi padre, mi madre tuvo que pagar a un farmacéutico regente, además de los auxiliares. No le quedaba casi nada, pero con eso pudo darme a mí la carrera de Farmacia. Yo me sacrifiqué y lo aproveché. Había adelantado un año en el Bachillerato y adelanté otro en la licenciatura, y con buenas notas. Estudié el primer curso en Oviedo, en una pensión barata, comiendo lentejas y con una cocina llena de cucarachas, que veía de noche. El primer curso era común a todas las carreras de ciencias y se estudiaba en la Facultad de Ciencias, con asignaturas como Geología, Biología, Química General o Física General. Saqué la mitad sobresalientes y la otra mitad notables. Tenía 15 años y era el único en la Universidad con pantalón corto. Estuve así unos meses, hasta que le dije a mi madre que no me atrevía a seguir viniendo en pantalón corto porque se burlaban de mí los compañeros. Me dio unos pantalones de mis hermanos mayores, que me venían largos. Luego ya fui a Madrid, también a pensiones baratas. Pase mucho frío porque no tenían calefacción central, sino un brasero que te calentaba los pies pero tenías la espalda helada. Estudié lo más que pude. Todos los demás compañeros se iban a aprender baile y todos sabían fumar. Yo ni fumaba ni bailaba. Hasta los treinta años no hice nada de eso; sólo estudié y trabajé. Estuve tres años y medio en Madrid y me licencié en marzo de 1931, a los 20 años escasos. Tenía que haberme examinado en enero y entonces hubiera acabado la carrera con 19 años, que habría sido insólito. Y no acabé en enero porque comenzó el ambiente revolucionario en esa época y se cerró la Universidad Central de Madrid. Las revueltas estudiantiles, las primeras que si hicieron, fueron en esa época y prepararon la llegada de la República».


Rey tachado. «En Madrid, los mentecatos de mis compañeros, hijos de la burguesía, fueron los que iniciaron los alborotos en la Universidad Central, que fue clausurada en enero de 1931. El ambiente ya anunciaba la República; había pintadas insultantes contra el Rey y la gente comentaba que Alfonso XIII se pasaba el día encerrado en palacio y conspirando con los nombramientos. Yo veía ese ambiente y pensaba: "Estamos perdidos", y mis compañeros, de la clase social que vivía un poco mejor, tirando piedras a los guardias. Hubo uno que me enseñó muy gozoso su título de Farmacia con una tachadura sobre "Su Majestad Alfonso XIII". "Al jefe del Estado hay que elegirlo por votación", y yo le replicaba que había que estar en la realidad del país y no crear problemas con la Monarquía. "Si insultáis a éste, vais a insultar al que venga, sea rey o presidente", le decía».


Exaltaciones del pueblo. «Ya licenciado, volví a La Felguera el 1 de abril de 1931 y me hice cargo de la farmacia de mi difunto padre, como regente, porque la propiedad seguía siendo de mi madre, la viuda. Me daba un pequeño sueldo y yo se lo daba a ella, para mantener a la familia. Yo tenía seis hermanos menores que estaban estudiando: Gerardo, Ana María, Carmina, Encarnación, Berta y Gonzalo. La proclamación de la República en La Felguera no fue violenta; tampoco lo fue en Madrid, pero al cabo de un mes llega la quema de conventos e iglesias, entre ellas la que yo solía visitar los domingos en Madrid, la de San Francisco de Borja, de los jesuitas, una de las mejor atendidas. En una ocasión me había confesado allí con el Padre Rubio, canonizado hace pocos años. Tras la quema de conventos, el ministro de la Gobernación declaró: "No podemos hacer nada, son exaltaciones del pueblo jubiloso". Yo no simpatizaba con la República y lloré. Preví los males que iba a traer a España: se quería la República para establecer la revolución del pueblo y al pueblo, por su mayoría, y si está airado y en armas, no lo puede vencer nadie. El pueblo estaba envenenado por su pobreza y era un toro que embiste a ojos cerrados».


Historia y El Quijote. «La Revolución de Asturias de 1934 nos sorprende cuando en La Felguera oímos una noche unas explosiones tremendas. Estaban atacando el cuartelillo de la Guardia Civil del barrio de Urquijo. Sabíamos que iba a pasar algo, se respiraba en el ambiente y se había publicado en la prensa que se habían descubierto alijos de armas en la costa. "¡Dios!, ¿qué pasa? ¿Ya empezó la revolución?", nos dijimos al saber que estaban asediando la casa cuartel. "Adiós, no va a salir vivo ni uno", pensé. Desde los tejados de las casas circundantes estaban lanzando dinamita. Por la mañana hubo silencio y nos enteramos de que los guardias, una media docena con un sargento al frente, pudieron huir milagrosamente. Sin embargo, en Sama, donde estaba el capitán Nart, de familia distinguida, enérgico, con aspecto señorial, y que tenía 20 o 30 guardias, el asedio había sido más fuerte y habían destruido el cuartel con ellos dentro. Y los que habían huido fueron perseguidos por las calles, a la caza del pichón. No apareció ni un botón del capitán Nart. Teníamos un miedo tremendo. "Ahora, ¿qué va a pasar? No tenemos guardias que nos protejan". En la calle había gritos de "¡Manda el pueblo, la burguesía abajo, y a apagarlas todas!". La gente de orden, asustada y metida en casa. Yo estaba en la rebotica y ni me asomaba. Me puse a estudiar historia; me leí cinco de los 25 tomos de la "Historia de España" de Lafuente. Y después me leí «El Quijote» entero. Es lo que saque de bueno de la revolución. Fueron unos 15 días de revolución y no les dio tiempo a socializar la botica. No pudieron organizar el sistema comunista».


La verdad absoluta. «El comité de guerra de Langreo se estableció en el Ayuntamiento y con un cuño se sellaban las recetas. Había que despacharlas gratis y todo funcionaba por vales. No se recibían suministros e iban escaseando las medicinas. A mí se me acabaron los comprimidos de efetonina, del laboratorio Merk, eficaces para el asma. Y lo cuento por lo siguiente: me llega un paisano pidiendo efetonina con el cuño de comité bien claro. "No, no tengo, se me acabó". "¿Cómo no va a haber si me lo recetó el médico y lo que receta el médico hay que respetarlo?". "Pues imposible, se me terminó y no llegan repuestos". "Bueno, ya lo veremos", y se marchó. "Ya me armó el lío este hombre", pensé. Ya me extrañaba que pasasen tres días sin novedad. Llegan después dos mocetones con pañoleta roja y pistolón. "¿Dónde está el boticario?". No creían que fuera yo, porque era un guaje con bata blanca. "Soy yo". Quedaron extrañados porque supongo que querían encontrarse con un hombre más fuerte, para disfrutar humillándolo, porque humillar a un débil no tiene mucha gracia. "¿Por qué te negaste a despacha un medicamento a un ciudadano?". "No me negué, no le pude dar porque no lo tengo". "Vamos al comité". Quité la bata y cerré la farmacia, porque el auxiliar no había aparecido desde el comienzo de la Revolución. El comité estaba ocupando unas oficinas del Banco Herrero. Se me acerca un hombre y me alegré al verle. Era una cara normal, una faz no violenta. "Te acusan de esto". "No hice nada malo, ¿cómo me voy a negar a algo que es referente a la salud si mi profesión es protegerla?", y terminé diciendo: "Y esto es la verdad absoluta". Me atreví a decir "absoluta" y veo que el hombre se mete en filosofía. El comité de La Felguera era de la CNT, anarquista. "¿Cómo que absoluta? ¿Sabes tú cuál es la verdad absoluta". Pensé: "Vaya, este es un filósofo" y le expliqué que la cosa era verdaderamente así: "Si no tengo algo, no puedo darlo". "Bueno, bueno", y cortó la conversación. "Vuelve a la botica y no se te ocurra negar nada a ningún ciudadano". Me dije: "Salvé"».


Suave extinción. «Hubo sucesos parecidos y algunos crímenes. Corría la voz de que habían matado a tal o a cual. La revolución cesó sin lucha: los asturianos no somos tontos. Los dirigentes de la revolución, en Sama, sabían que en el resto de España no había triunfado el levantamiento. La revolución se extinguió suavemente y quedamos maravillados. No hubo escaramuzas con las tropas que vinieron a Asturias. Hubo el pacto de Belarmino Tomás con el general Ochoa. A Belarmino Tomás no le conocí personalmente; una vez le vi hablar por los altavoces. Dicen que era inteligente y tuvo que serlo; luego fue el presidente del Gobierno de Asturias y León, en la guerra. La revolución acabó de súbito, igual que comenzó. Los comités y las casas del pueblo se quedaron vacíos y el Ejército hizo un parón para facilitarles la huida, y no volaron las fábricas, como se rumoreaba».


Oviedo electrificado. «Y la guerra del 36 también fue súbita, aunque la esperábamos. Justo la víspera del alzamiento estábamos varios en el casino de La Felguera, asomados al balcón, y comentábamos que había una tranquilidad muy grande y que algo se estaría tramando. "Un día de éstos va a haber otra revolución", decíamos, pero de izquierdas, ya que no pensábamos que se levantarían las derechas, que son perezosas por naturaleza y educación. También comentábamos si había sido un acierto concentrar a toda la Guardia Civil del valle del Nalón en La Felguera, en el edificio de la Escuela de Artes y Oficios, hermoso y con grandes ventanales, pero inapropiado para cuartel. Era como estar al aire libre. Y se repitió lo del 34. Hubo una noche de explosiones. Como el cuartel estaba a unos ciento y pico metros de mi casa, se oían las explosiones, tremendas, más grandes que las del 34. "Adiós", le dije a mi madre, "No se salva nadie, va a ser una hecatombe y detrás de ellos vamos todos". Y al cabo de un tiempo hubo silencio. A la mañana, me asomo a los visillos y empieza a pasar gente tirando tricornios y sables al aire. Luego un silencio sepulcral. Así comenzó la guerra en La Felguera. Se había producido el alzamiento y se pensaba que iba a ser en todas las capitanías generales y que en siete días, para la fiesta de Santiago Apóstol, el día 25 de julio, se habría acabado todo. Oviedo quedó sitiado. Los milicianos de La Felguera que iban y venía del asedio decían que los fascistas de Oviedo estaban armados hasta los dientes. "No pudimos hacer nada, está todo electrificado", decían. Era pura propaganda».




Frascos y botes. «Tras el alzamiento, La Felguera volvió a ser de dominio rojo. Mis hermanas pequeñas fueron obligadas a fregar los edificios públicos y comenzaron a incautarse de los comercios y a dirigir las fábricas. Nos llegaban noticias de que habían matado a fulano o a mengano, a gente conocida. Horroroso. Fueron ocupándolo todo y las farmacias entraban en su programa. Llegaron a la mía y vino a la incautación alguien a quien yo conocía, que había sido farmacéutico en Sama, un cazurro fino, elegante, que andaba de sombrero. Llegó a la farmacia, pero sin sombreo ni corbata. No se veía a nadie con corbata: llevarla era peligro de muerte. Le atendí yo porque los dos auxiliares no habían aparecido desde hacía días. "Tú por aquí", me dijo. Pero el encuentro no fue mortal. "Vamos a llevarnos lo que tengas de utilidad y éste lo va a ir anotando para que tengas constancia". Cogieron y empezaron a meterlo en cajones, pero sin detallar en el cuaderno. "Veinte frascos de extracto fluido", escribían, pero igual daba que fuera opio, que arsénico, antimonio, boro… Lo contaban por frascos y botes, como los guajes. "Tantos tarros de polvo medicinal", y allá se iban los tarros de Talavera. "Esto no, que está pasado de moda", decía el otro farmacéutico. Al final me dio el papel con la lista y todo lo incautado lo reunieron en otro local, más grande, que fue como una gran farmacia, al estilo de las farmacias nórdicas o alemanas, que yo había conocido en algún viaje en los veranos».


Apellidos confusos. «Los grandes propietarios del comercio de La Felguera huyeron o se escondieron, pero nos llegaban noticias más crueles de Sama, bajo socialistas y comunistas. Allí fueron más fieros y rigurosos, pero en La Felguera eran anarcosindicalistas. La primera mitad de la Guerra Civil en Asturias la pasé sin profesión, sin ingresos, con todo incautado y sin víveres. Las cuentas bancarias estaban bloqueadas. Estabas condenado a muerte por hambre. Eso si no iban a por uno y lo ametrallaban, que era lo más grave porque no tenía arreglo. Había gente buena de las aldeas inmediatas que nos traía víveres a escondidas: un trozo de carne, unos huevos de vez en cuando, una lechuga. Sin cobrarlo; lo anotaban en una libreta y le decía a mi madre: "Ya lo cobraremos más adelante, porque esto no puede durar siempre". Yo enfermé, pero aguante de pie. Nos quitaron las radios y buscaban fascistas por las casas. Yo tenía 25 años. No se enteraron de mi existencia y yo creo que no me localizaron porque tenía apellidos confusos. Nos llamaban la "farmacia de Ponga", porque mi padre era Rodríguez Ponga, pero yo era Rodríguez Ajuria y por esos apellidos no se me conocía. Yo creo que eso influyó para que no me localizaran ni en sus listas. Salía de noche a dar un paseo, para refrescar algo y para evitar los registros de casa. Al volver me decía mi familia: "Estuvieron registrando y miraron hasta debajo de las camas; decían que buscaban armas"».


Gases envenenados. «El Gobierno del Consejo de Asturias y León estaba en Gijón, en el mejor edificio junto al Instituto Jovellanos. En la segunda mitad de la guerra cambió mi situación. Me enteré de que un amigo farmacéutico estaba en Gijón, en la Consejería de Sanidad. Era un hombre inteligente, andaluz, que había sido farmacéutico en Pola de Siero y secretario del Colegio de Farmacia. Era un poco mayor que yo y con mucha labia, y buen organizador. Le habían encarcelado y las pasó canutas, pero después hizo valer sus derechos: que él no era ningún fascista y que había hecho años antes un curso de defensa química, que era una especialidad farmacéutica. Y les dijo que los fascistas eran capaces de lanzar gases envenenados. Yo sabía que en ninguna de las farmacias socializadas de Asturias había farmacéuticos licenciados. Estaba funcionando el uso de medicamentos sin ningún técnico, en manos de aficionados más o menos entendidos. Igual te daban estricnina que aspirina, porque suena parecido y el polvo es parecido. Alguna vez se confundieron y murió el interfecto».


Pendiente de revisión. «Me atreví a ir a Gijón, a ver a este farmacéutico. El único medio que había era el ferrocarril; todo era gratis, "todo es del pueblo", se decía. Llego a la estación y al poco veo a un hombre mal encarado que me llama. "¿Qué haces que no estás en el frente?". Yo era un chaval y destacaba entre la multitud, que era toda de mayores. Antes de la guerra al ir al servicio militar me habían calificado de "inútil temporal pendiente de revisión" porque me faltaba un centímetro de tórax. Yo era muy delgadín. Le expliqué lo de la calificación militar a aquel hombre, que siguió mirándome mal, pero en esto llega el tren y se forma un barullo. La multitud me arrastra al vagón y este hombre se queda con un palmo de narices. Llegué a Gijón y hablé con aquel farmacéutico de mi situación y de lo de las farmacias socializadas. "Llegas en buen momento porque acabo de convencer al consejero de que es preciso tener licenciados al frente de las farmacias, pero él me responde que todos los disponibles son fascistas". Ante ello, mi interlocutor había sugerido al consejero "nombra jefes técnicos pendientes de revisión política". El consejero de Sanidad era anarquista; si hubiese sido socialista a lo mejor hubiera reaccionado de otra manera. Más tarde le traté y vi que era noble; era alborotador, pero hombre ladrador no es mordedor. Me dieron el papel con esa calificación y la guardé como un talismán. El "inútil temporal pendiente de revisión" me libraba de ir al frente, y este papel, de andar escondido».


Alcalde fusilado. «Me mandaron a la farmacia socializada de Sama y tenía un sueldo de 450 belarminos, firmados por Belarmino Tomás; eran como oro puro y mi familia pudo comer. Según avanzaba la guerra yo veía que la tensión aumentaba en los empleados de la farmacia, que eran frentepopulistas. Y un día desaparecen todos los mandos rojos. Se habían ido de noche, en barcos, desde Gijón, al extranjero o a donde pudieron. Otros fueron detenidos por las fuerzas nacionales y se vengaron con ellos, pero no eran los principales culpables. El día que entraron en La Felguera las fuerzas nacionales me encuentro con un cojo al que conocía de antes. "Están llegando los fascistas y los moros". "No tengo miedo a los moros y sí a vosotros". Este cojo corría como podía a esconderse. "Ya están en Laviana", le oí decir. Al cabo de unos días me presenté al coronel que mandaba en la zona de Langreo. Tenía el despacho en el Ayuntamiento; habían detenido al alcalde y lo habían fusilado. No lo merecía. Yo había tratado con él por informes sobre el estado de las aguas y siempre me había recibido atentamente. Al coronel le explique mi situación y le pregunté cómo se llevaban las farmacias en la zona nacional y él no sabía nada».


La decisión de Aranda. «Tuve que firmar un papel como afecto al Movimiento. Como tenía que atender la farmacia no fui movilizado, pero sí hacer milicias de segunda línea, que era una guardia nocturna semanal. Un guardia civil que me tocó de compañero había estado defendiendo Oviedo. Hablamos de Aranda y de que había estado indeciso antes de sumarse al alzamiento. Y él me confió: "Los que le hicimos decidirse fuimos nosotros, la Guardia Civil, y fue el comandante tal quien le persuadió". Siento mucho no haber conservado en la memoria el nombre de aquel comandante».


Camisa azul y sotana. «Hubo represión en todas partes, pero no más en La Felguera, porque no había sido mucha la revolución allí. Una vez me multó el comandante por firmar una petición de libertad de un médico conocido, acusado de colabora con los rojos en Sama. Me llamaron a la Comandancia y defendí mi firma: "No era rojo, si acaso, algo voceras, poco discreto, pero no merece la cárcel". Y me multaron con cinco duros de plata. Me asustó saber que los falangistas se reunían en un piso y decidían sacar a algunos de su casa y matarlos por los caminos. Un día me atreví y fui hasta el piso; se le oía hablar y espere a ver si alguien asomaba. Sale un cura que era falangista; la camisa azul le asomaba bajo las mangas de la sotana y no tenía tonsura, sino el pelo con fijador y olía a colonia. Era un dandi y todo aquello le sentaba como a un santo una pistola, y más en aquella zona trabajadora y anarquista de alma. Le dije: "Estoy oyendo que aquí se acuerda nada menos que seleccionar a los que de noche se van a sacar de sus casas para matarlos". Y agregué: "Siendo cristianos no debemos hacer esto sin la intervención de la justicia. Y el replicó: "Está equivocado, con gente villana no se puede usar guante blanco"».